sábado, 25 de septiembre de 2010

OTOÑO

Arnaldo Arias

La fuerza centrípeta formaba un remolino cuyo centro parecía un agujero negro del espacio. El soluto y el solvente buscaban homogeneidad con cada vuelta, con cada giro, que aquel remo metálico, cóncavo y convexo a la vez, provocaba incesantemente.

Sentado en mi jardín frente al sol del norte, veía mis párpados rojos por dentro mientras sorbo a sorbo, ingería aquella oscura y espesa infusión etiopí. Abrí los ojos y la candela me cegó bebí una vez más y me recosté oscureciendo mi vista.

Una suelta de palomas cual globos en un evento artístico de considerable importancia interrumpió, paradójicamente, la paz que reinaba. El silbato de mi vecino, el colombófilo Defacio, las guiaba en su recorrido circular, mientras que, las hojas perennes que resisten al paso del tiempo, se mareaban al verlas pasar en formación, cual caballo es adiestrado por su maestro equitador.

La música era tenue. "Nunca me dejes caer", rezaba el coro de Depeche Mode mientras giraba en la compactera de tres bandejas que siempre estaba llena. "Nunca me dejes caer", como un ruego lanzado al aire para que Morfeo se apiadara de mí. "Nunca me dejes caer", como si Dave y yo suplicásemos seguir contemplando aquel teatro que la naturaleza había puesto a mi disposición, aquel carrusel que eclipsaba con cada giro. "Nunca me dejes caer"... y me caí.

Con un salto hacia el frente el bailarín abrió la función. Sus piernas en ángulo llano indicaban el camino, mientras que sus brazos, perpendiculares a éstas, mantenían el equilibrio. Una decena de bailarines copiaba su movimiento cortando por la diagonal al escenario, avanzando con cada paso e intercalándose simultáneamente con la decena de la diagonal contraria. Todos varones ellos, fundíanse con el sexo opuesto para formar las parejas que el cupido, detrás del telón, les había asignado. Los trajes blancos y elastizados, que contorneaban sus figuras, adoptaban los colores terrosos, que los soles artificiales desde lo alto dirigían hacia ellos. Las cortinas borravino y grancé, plegadas a ambos lados del escenario permitían el ir y venir de bailarines, como las aves que revolotean en una jaula cambian de palo, denotando una profundidad visual que atrapaba al espectador.

¡Una vuelta más!
Los David de Miguel Ángel se deslizaban sobre el parquet junto con sus bellas doncellas quienes, desprovistas de la pomposidad barroca flotaban cual astronauta en el espacio. Observados con atención por un público que en silencio se deleitaba con cada movimiento, decían sin hablar, contaban sin narrar, transportaban en un carruaje imaginario a una época opulenta, exagerada. Una época de zapatos charolados y medias blancas, de grandes sombreros y puños volados, de rostros empolvados y cuerpos encorsetados. Un tiempo lejano que, al decir de las miradas, parecía regresar.

¡Una vuelta más!
La andrómeda humana era conducida por la orquesta en la que el primer violín era la figura. Un stradivarius de excelsa fabricación que se decía y desdecía al compás del arco que besaba las cuerdas. Mezcla de soledad y tristeza, transmitía sensaciones que provocaban el desprendimiento de una lágrima desde las gradas, al tiempo que era observado con atención por los demás instrumentos. Insistía con su agudeza, mientras las parejas, arriba, se aprestaban para al final del acto.

¡Una vuelta más!
Pedían con sus miradas quienes sentados disfrutaban de la función. Una vuelta más a la calesita de sensaciones.

El círculo cromático me engañaba. El fondo rojizo se tornaba celeste el tiempo que los bailarines, difuminados por una intensa luz de fondo, se confundían con ángeles celestiales cuya aura iba en aumento.

A medida que el telón se levantaba, la luz se intensificaba y el acto parecía llegar a su fin, al tiempo que los cuerpos, seguían con su rutina sin importarles siquiera esa paradoja teatral.

¡Una vuelta más!, parecían pedir. ¡Una vuelta más!, parecían querer dar. El paño ondulado los desafiaba en un subir y bajar intermitente que intensificaba su frecuencia.
¡Por fin el telón se izó por completo y la luz, fue insoportablemente molesta!

Todo celeste lo ví. El sol que miraba hacia el oeste y que aun entibiaba la tranquila siesta era opacado por la bandada de palomas que por enésima vez, atada a un radio, describía un círculo casi perfecto. En su vuelo iban cambiando de posición unas con otras haciendo suyas las tres dimensiones. Tan real era la imagen como tan vivo aquel ballet, que la confusión me embargó por completo.

Me incorporé y caminé hacia dentro de la casa con la taza de café a medio beber. A medida que me adentraba, la intensidad de la música, que provenía desde su interior se acrecentaba. Entré. Una vez más el dulce y triste hilo musical me dejaba con la duda. Pero esta vez, esta vez, era real.

Como un zonámbulo en medio de la noche, el sonido me conducía hacia su fuente. Agudicé la vista para reparar en el display que acusaba el giro de un disco. Me acerqué y, ví el violín, y ví a los bailarines, y ví el escenario, y ví el público, y nuevamente, ví el violín.

¡Pista número 4!
¡El invierno, había llegado!


Junio de 2010

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