sábado, 25 de septiembre de 2010

EN CUERPO EXTRAÑO
Arnaldo Arias


El cirujano hundió lo que parecía ser un bisturí en la humanidad de aquel, quien indefenso y postrado en una fría camilla, yacía en sus fauces de látex. Contínuo e incesante se podía escuchar el goteo de la sangre caer, desde el lecho hasta el suelo granítico, cual canilla de plaza de ciudad a la que parecieran haber abandonado los municipales. ¡Ese ruido era torturante!

Tres estantes de madera, tenía el aparador color crema que se encontraba en un rincón. Sobre ellos había frascos de vidrio con tapas metálicas a rosca, en cuyos interiores se podía encontrar órganos humanos de todo tipo: ojos, orejas, manos completas, narices, dentaduras, etc. Parecía un taller mecánico de humanos, digno del doctor Frankestein. En la parte inferior del aparador en cuestión, dos puertitas, también de madera, ocultaban seguramente algo igual de espeluznante y aterrador.

El delantal blanco, con lunares y manchas rojas, del doctor, sumado al entramado de azulejos de igual color que revestían las paredes del local, daban a la escena un aspecto “carniceril”, poco agradable a la vista de los impresionables. Lúgubre y solitario, húmedo y frío. La sinestesia me invadía mientras observaba por el ojo de la cerradura de aquella puerta de varios colores el ir y venir sin piedad del cortante, cómplice del desguace silencioso que la nocturnidad permitía apreciar.

La intriga y el miedo se apoderaron de mí. La intriga, por no saber a quien pertenecía aquel cuerpo que yacía horizontalmente, por no ver la cara oculta detrás de aquel barbijo de ese discípulo de “Hannibal Lecter”. La incertidumbre por no saber que hacía yo ahí. Y el miedo, por inferirlo. Muchas dudas, muchas preguntas, ninguna respuesta. La curiosidad era inmensa cual Diotima inquiriendo a Sócrates acerca del amor en el “banquete” de Platón. Me asomé una vez más por el ojo de la cerradura, y decidí entrar.

Accioné el picaporte de la puerta con mi mano izquierda ensangrentada y la sensación fue desagradable. Lentamente abrí la puerta, y a gachas, ingresé con sigilo. La diferencia de temperatura era notable. ¡Esta vez el frío era real! Mi campo visual se amplió y el cuadro quedó completo. Dos cuerpos más en sendas camillas aguardaban su turno, inmóviles, sin el menor sentimiento de tristeza por lo que les esperaba. En el sector opuesto a éstos había una mesa con material quirúrgico, y otras herramientas no convencionales para ablaciones, de dudosa esterilización. Y en el centro, ellos. Uno, vivo; el otro, no tanto. Uno, decidido; el otro, sin libertad de acción. Uno, bien despierto; el otro, dormido, como si estuviera en un estado de sueño profundo e interminable, del cual jamás fuera a despertar.

Avancé agazapado, procurando no hacer ruido, para llegar con sorpresa hasta las diminutas espaldas de aquel “ángel de la muerte”. Mi paso no era firme, más bien resbaladizo, debido a la sangre sobre la que pisaban mis desnudos pies. Otra vez mi cuerpo percibía esa confusa mixtura de sensaciones. Olores, sabores, imágenes, que bien podrían haber sido tomadas de algún canto de la obra de Dante, de aquella mina de azufre que Virgilio mostrara al poeta. Evidentemente, Dios no estaba allí.


Seguí avanzando. Mi mirada se fugaba en un punto. La nuca del “doc” parecía observarme inquisidoramente, como si en ella hubiese un par de ojos extra subrayados por el ecuador que dibujaba la banda de sujeción del barbijo. Me detuve, cual mula se detiene en el monte y, petrificado, como el árbol de los arrayanes, al que el tiempo le ha modificado la cadena carbonaria, revisé mi estrategia.

¿Cómo resolver el problema? ¿Cómo cuestionar y condenar lo que no puedo comprender? ¿Qué rol tiene uno y, qué papel cumple el otro en su metamorfosis involuntaria? Y, además, qué hacía yo, espectador de lujo (si es que los hay), en ese escenario con reminiscencia a tragedia griega.

Me erguí por completo y comprobé que superaba en estatura al “doctor cuchillo”. El brillo de la metálica camilla, producto del reflejo de la luz cenital, le daba un aura celestial a este y su “Lázaro”. Los dos cuerpos a mi derecha parecían alentarme a retomar el camino iniciado, y a no desviar mi rumbo. Sus más fervientes deseos parecían ser los de recuperar algo que les pertenecían ser los de recuperar algo que les pertenecía, y que ahora no estaba en ellos. Asentí con la cabeza como si tuviese una deuda con ellos, haciendo mía su causa, reconociendo algún pasado próximo en común, en el que alguien se había apropiado de algo nuestro.

Decidido a resolver la incógnita me lancé al galope para darle la estocada inicial (y final) a ese ser que no merecía ser. Ya en carrera y sin elección, tomé de la mesa de las herramientas, un martillo para equilibrar fuerzas y rematar con éxito esta operación, que ni el propio Rommel hubiera podido mejorar. Atrás habían quedado los miedos por lo desconocido. Había llegado el momento de descubrir al autor material de esta extraña forma de exploración humana. Y en eso me encontraba yo. En esa aventura que en mi mente parecía una odisea, interminable, incierta, sin retorno. Buscando lo desconocido, intentando poner luz en la opacidad de una morgue que parecía no admitir nuevos colores.

Empuñando el martillo con la mano derecha, alargué el tranco. Conforme avanzaba se me aceleraba el pulso y la adrenalina estaba en sus niveles más altos. El caudal de sangre que bombeaba mi corazón se incrementó considerablemente al punto de sentir su dulzor en mis labios. Intentaba abrir bien los ojos para no perder de vista mi objetivo, pero un entramado de hilos de sangre se tejía delante de ellos.

Me acercaba y, el momento de hacer justicia se aproximaba. Mi mano, acompañada del martillo, lanzósele contra la humanidad del blanco ser, muriendo apenas en la intención de golpearlo.

Un giro de ciento ochenta grados cambió la realidad y nos puso frente a frente. Aquel barbijo de pulcra apariencia ocultaba unos labios que, sólo en las revistas semanales se ven. Ensangrentado y, a la vez húmedo, el trapo no permitía ver una hermosura que en mi imaginación hacía mella. Sus ojos redondos cual febo de los atardeceres, semi contorneados por sendas pestañas arqueadas, me hacían inferir que la masculinidad estaba ausente ahí, donde creí encontrar lo que buscaba.

¡Se asustó y retrocedió bruscamente!, hasta dar con sus espaldas contra la vitrina crema, provocando el movimiento de ésta y de los órganos enfrascados que parecían cobrar vida. Nos observaron. Nos olfatearon. Nos escucharon. Pero, nada dijeron.

Una incógnita develé, más no la otra. Hacia allí fui.
¡Pavor por creer quién es! ¡Temor por saber quién es! ¡Angustia por ambas! Al ver aquel cuerpo boca arriba, mirando la lámpara que nada calentaba, llorar, gritar, o ambas, fueron mis primeras sensaciones. Llevé lentamente las manos a mi cara y, al retirarlas, ví que mis lágrimas se mezclaban con mi sangre. Y sin poder pronunciar palabra alguna, me ví allí. Pero ese, ese no era yo.


Abril de 2010

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