domingo, 15 de mayo de 2011

Soñe

SOÑÉ.

Noche semiabierta.

Casi llegaba a la cima de aquella montaña enorme, interminable. Un pie apoyado, firme. El otro, buscando el camino que me llevaría al final de un sendero mezcla de fina tierra y filosas piedras que romperían hasta el botín más reforzado que se haya fabricado jamás.

Cielo oscuro. Estrellas tenues.

Algo las opacaba, les quitaba el brillo del cual hacen alarde los poetas, con justa razón.

Noche y día. Mi sombra no se proyectaba.

Por más que buscara, no encontraba haz de luz alguno que impactara en mi figura. La mitad de la montaña estaba oscura al igual que el valle a mis espaldas. Al otro lado algo incandescente contradecía mi realidad. Por encima de la cresta topográfica un resplandor, cual cortina de luz, dividía en dos al accidente geográfico. Pronto haría cima.

Esferas de colores.

¡Billar tridimensional!

Estáticas y suspendidas, Mercurio, Venus y la Luna, parecían estar esperándome. Tan cerca y tan grandes que casi podía tocarlas. Estiré mi mano para alcanzarlas y respondieron con un movimiento de aproximación lenta irradiando a su paso color y calor. Se detuvieron.

Bajé.

Caminé hasta quedar debajo de ellas. Tres pelotas gigantes verde esmeralda, celeste pastel y color plata reflejaban en el suelo ralo, Mercurio, Venus y la Luna, respectivamente. Buscaba imperfecciones en sus contornos pero no las encontraba. Pulidas y lisas, cual globos de cumpleaños, permanecían en sus posiciones inmóviles, luminosas, como si tuvieran un foco en su interior.

Temblor.

Me arrodillé apoyando ambas manos en el suelo. Un ruído estremecedor similar al de un avión que está a punto de despegar, iba en aumento. ¡Era ensordecedor! Las tres bolas vibraron y se apagaron como si su filamento interior se hubiera cortado.

Calma y penumbra.

Seguía arrodillado por precaución. En un acto desesperado había intentado asirme al piso pero lo único que había obtenido fue un puñado de tierra. Cual bebé que está dando sus primeros pasos me incorporé. Sin poder verme me sacudí el polvo, justo cuando el crepúsculo me obligó a hacer un zoom óptico.

Luz roja.

El horizonte parecía venir hacia mí, con la velocidad de un rayo, escaneando el suelo, copiando sus imperfecciones. Nuevamente me temblaron las piernas y caí.

¡Crash!

Una joroba roja amanecía.

Trozos de planeta volaban por los aires. Ríos enteros se vaciaban al caer invirtiendo su posición. Volcanes enteros esparcían su lava quemando todo cuanto esta tocaba. Árboles, montañas, tierra, mucha tierra. Ahora todo flotaba. Y Marte emergía gigante, justo desde la costura entre el cielo y el infierno, haciendo que todo fuera rojo.

Escorado.

La inclinación acimutal aumentaba y la órbita elíptica se transformó en línea recta. Directo hacia el sol. El impacto interplanetario había cambiado el rumbo de la Tierra, la cual se iba calentando exponencialmente. Mercurio, Venus y la Luna, que aún permanecían flotando a escasos metros del suelo, comenzaron a deformarse cual botella de vidrio soplada. Finalmente, y ya con forma de gota, sus dermis se desgarraron y vertieron todo su interior inundando el valle en el que me encontraba y me arrastraron con fuerza, cual río abajo. Logré agarrarme de un viejo árbol que aún se mantenía en pie. Pero el nivel del líquido multicolor crecía cubriéndolo todo. Posteriormente, la calma. Seguíamos rumbo al sol.

Luces blancas.

Todo era homogéneo. El prisma se tornaba monocromático, pero el calor era rojo. Todo se fundía en algo imposible de decir. La materia pasaba por sus estados sin respetar etapa alguna. Asombrosamente mi cuerpo seguía igual. Todo se derretía, se gasificaba, menos yo. Miles de miles de grados se alcanzaban a percibir pero mis treinta y siete interiores seguían invariables. Cada vez más cerca, el sol era el horizonte.

Magma y fin.

Fluída, espesa y ondulante, la Tierra, era. Un espeso vapor blancuzco, cual comida de abuela, permanecía a escasos centímetros del suelo. El árbol que me sostenía se desplomó y caí junto con él al aceite blanco, pero nada me pasó. Nadé en busca de algo sólido, pero nada hallé. Todo era líquido. De pronto, como si alguien hubiera quitado el tapón de una bañera, un remanzo se formó arrastrándome hacia el centro. Pero no choqué contra nada, pues nada había con que chocar. Más calor, calor y calor. Sumergido, me sentí a punto de nacer, a punto de salir de algo. Como en el ensayo, previo a la presentación de una orquesta, sentí ruidos incongruentes, dispares, incomprensibles. Ruidos que iban en aumento, como si algo atrapado buscara salir. Y yo, en aquel remolino acuoso que me hacía girar con mayor rapidéz, como si tuviera patines e hiciera una figura artística, de repente, me sentí flotar, sin nada a mi alrededor, suspendido en el oscuro espacio, estático y liviano, donde el negro todo lo dominaba.

Me dormí.


Arnaldo.....